SeriePaisajes

Color a pleno sol y sin camisa, soliloquio sobre el paisaje.
¿Cuándo empecé a pintar paisaje?, lo ignoro. Siempre.

Para mirar al hombre subí al monte, vi sus ciudades y le miré, como dice el filósofo, pequeño como una brizna viva ante la montaña. Y las montañas, los ríos, los bosques y el mar tuvieron más sentido, se hicieron más grandes, más notables.

Puse en la mochila el caballete de campo, las telas, los colores. Y empezó mi coloquio de las distancias, las nubes, los peñones, las tardes de sol, la playa y el viento. Aprendí de esto, entre otras cosas, que el paisaje está de viaje.

Que el paisaje de las diez de la mañana es otro que el de las dos de la tarde. Que interrogo a los árboles: ¿que no eras de un verde brillante?, ¿por qué ahora de un verde azuloso?, y después de un verde rojizo, y es que el Ángelus ha inclinado al sol hasta ponerlo horizontal.

Igualmente, siempre me sorprende la limpieza y el orden perfecto en todo tiempo, a toda hora, del campo. Nada fuera de sitio, hasta el pequeño arbusto justo en su lugar. Y la niebla cuando llega, cuando levanta los árboles, las montañas y las casas. ¿Y el mar? ¡Ah!, el mar es la obsesión, tan aparentemente simple, líneas horizontales, tersura hacia el infinito, aguas en movimiento, farallones, riscos, y la gran ola que lo revuelve todo y a empezar de nuevo.

Pintar paisajes muestra mi caminar irreductible, trashumante. Años de ir por ahí o por allá cuadriculando la geografía con mis pasos.

Meter en las telas al mar, la montaña, las iglesias, hacerlas rollo y traerlas a casa. Pero no sólo eso. Después de una mañana con el sol vertical, a eso de las cinco o las seis de la tarde el diálogo, tratando de sorprender la fisura que me lleva al misterio de la montaña, que sigue imperturbable. Esos días de trabajo a pleno sol son como un sueño que se despierta en realidad y queda en los dibujos, en los cuadros.